lunes, 18 de febrero de 2013

Amour (Michael Haneke, 2012)

 
Como nos induce a pensar el título de la película, estamos ante la que sin duda es la comedia romántica del año. Por fin Haneke ha encontrado su propio lenguaje, huyendo de ese cine pedantesco que tanto hacía sufrir al público y abrazando el único, auténtico y verdadero cine industrial hollywoodiense. Ha sabido ahondar con un tono ligero, desenfadado y fresco, en los problemas de una pareja que se encuentra en el ocaso de su vida. Sin duda, toda una revelación. El blockbuster del año.

Bien, después de esta pequeña burla, la película es lo contrario a todo lo citado, pues el director continúa con su inconfundible cine, caracterizado por ahondar en las profundidades y traumas psicológicos del ser humano. Amour no deja indiferente a nadie. Todos podemos vernos reflejados en los acontecimientos que se narran, si no en un momento actual, sí en un futuro cercano. El título es la síntesis del tema central: ese amor puro al que todos querríamos aspirar y que termina por ser el más alto grado de amistad y de compañerismo que puede haber entre seres humanos.

Las desgarradoras interpretaciones de la pareja protagonista están más allá de cualquier halago, es un trabajo formidable. Y a pesar de estar realizada con un empaque formal sencillo, sin grandes alardes técnicos, resulta ser una pequeña producción que esconde una gran historia. La abundancia de planos fijos, con escaso uso del contraplano y de un montaje apenas fragmentado, reviste a la película de una naturalidad y cercanía que permiten al espectador sentir que no está viendo una película, sino un fragmento de la vida misma. Es de agradecer que Haneke no se haya recreado en el dolor más allá de lo indispensable, sin forzar la lágrima fácil. No tiene que mostrar todo lo que sucede -uso del fuera de campo, elipsis-, amenudo sólo insinúa y es el espectador quien debe terminar de armar el puzzle.

En el apartado musical, las piezas clásicas escogidas entroncan perfectamente con la psicología y el carácter de los personajes, es decir, no es música seleccionada para remarcar la acción, sino que posee un valor añadido. 

A partir de la sencilla premisa inicial, Haneke mantiene e imbuye al espectador en una montaña rusa de emociones que desembocan en un paroxismo que inmoviliza. Esta intensidad no disminuye al finalizar la película, pues no hay música en los créditos finales y el delicado susurro de ese silencio forzado mantiene la tensión reinante, te paraliza y te deja a la deriva, zozobrando.

© Un invento sin futuro

No hay comentarios: