lunes, 6 de mayo de 2013

Escritos y libros sobre cine I: El placer de la mirada, François Truffaut

Inauguramos una nueva sección que pretende cubrir, humildemente, el panorama de lo que se ha escrito desde, por y para el cine. En ella incluiremos pequeñas citas de algunos libros fundamentales para la historia del séptimo arte, siendo el criterio de selección que éstas inviten a la reflexión sobre el hecho cinematográfico y, por supuesto, inciten a la lectura del original.

A veces puede resultar algo difícil conocer y saber qué leer, a qué autores o a qué cineastas dirigirse, amén del trauma que supone iniciar sin descalabros el acercamiento a libros sobre estética y teoría del cine. Por eso, esperamos que estas entradas, paulatinamente, se conviertan en un pequeño compendio de aquellos escritos que, desde cualquier vertiente, se acercan al hecho cinematográfico.

Comenzamos con uno de los directores que con más cariño ha escrito sobre cine, François Truffaut, quien publicó tres libros (el último póstumo), por cierto, todos con ediciones en castellano. El placer de la mirada (título que homenajeamos en una de nuestras secciones) contiene sus reflexiones como cineasta, pero también como ávido espectador. En él el realizador francés escribe sobre aquellos a quien admiraba (André Bazin, Jean Renoir, Orson Welles...), sus compañeros de fatigas (Néstor Almendros, Georges Delerue, Jean-Pierre Léaud...) o sobre algunos de sus intérpretes y films predilectos. El placer de la mirada cuenta, además, con algunos de sus artículos de la época de Cahiers o con el clásico "Una cierta tendencia del cine francés", reseña fundamental para comprender los albores de la Nouvelle Vague.


El siguiente fragmento pertenece a "El hombre más afortunado del mundo", el epílogo del libro:
"Soy el hombre más afortunado del mundo y les diré por qué: caminando por la calle veo a una mujer, no muy alta pero bien proporcionada, muy morena, bien arreglada, que lleva una falda oscura con grandes pliegues que se mueven al ritmo de su paso, más bien rápido; sin duda lleva las medias, oscuras, bien ajustadas, puesto que se ven impecablemente tirantes; no está sonriente, camina por la calle sin pretender que la miren, como si fuera inconsciente de lo que representa: una buena imagen carnal de la mujer, una imagen física, más que una imagen sexy, una imagen sexual. Un hombre que se cruza con ella por la acera no se ha equivocado: veo cómo se gira para mirarla, da media vuelta y le pisa los talones. Yo observo la escena. Ahora el hombre ya la ha alcanzado, camina a su lado y le murmura algo, seguro que alguna trivialidad de las típicas: si quiere tomar una copa, etc. Como siempre, la chica vuelve la cabeza, acelera el paso, atraviesa la calle y desaparece en la próxima esquina mientras el hombre va a probar suerte en otro lugar.
En este momento me subo a un taxi y empiezo a pensar en esta escena tan cotidiana no sólo en París sino en todas las grandes ciudades. Instintivamente, me solidarizo con la mujer, en contra del hombre, y modifico la escena de acuerdo con mis pensamientos del momento; me digo a mí mismo que sería formidable que, por una vez, al final de una escena de este género, la humillación cambiara de bando. Tomo notas en una hoja de mi agenda y, cuatro meses más tarde, me encuentro en una calle detrás del Trocadero con una cámara, un equipo técnico de veinticinco personas y dos actores que yo he escogido, un hombre rubio y bastante alto, más bien guapo y fuerte, y una mujer que, como habrán adivinado, es morena, está bien proporcionada y lleva una falda con grandes pliegues. Y yo estoy allí, en pleno ejercicio de mi profesión, que no permitiré que nadie diga que es inútil o poco interesante, dirigiendo la escena. Le pido al actor rubio que ande, se cruce con la mujer morena, se gire para mirarla, dé media vuelta, se ponga a su lado y le hable al oído. No he escrito las frases que ha de decir este hombre, porque no se oirán en la escena, sólo se deducirán. Ahora, los dos actores se acercan a la cámara que les precedía en travelling hacia atrás y la actriz rubia coge bruscamente por el cuello del abrigo al tipo que la sigue para evitar que huya y, sin tener en cuenta lo que puedan pensar los peatones, increpa al hombre con frases que he ido pensando durante cuatro meses antes de redactarlas y dárselas a la actriz ayer por la noche: "¿Quién es usted? ¿Quién se ha creído que es? ¿Qué se ha pensado? ¿Qué espera? ¿Qué le dicen normalmente las mujeres? ¿Se le echan todas a sus brazos? ¿Adónde se las lleva? Seguro que se considera un Don Juan, un hombre irresistible, ¿no? ¿Se cree tan especial en el amor? ¿Se ha mirado alguna vez en el espejo, una sola vez? ¡Pues mire, obsérvese, obsérvese bien!".
La mujer obliga a su perseguidor a mirarse en el cristal de una tienda; atemorizado por el tono colérico de la mujer, el hombre sólo piensa en huir; logra soltarse y abrirse paso entre la multitud de curiosos que empezaba a formarse. La mujer también emprende la marcha, más lentamente. Cut. La escena es válida.
Ésta es la razón por la que soy el hombre más feliz del mundo; realizo mis sueños y me pagan por ello, soy director de cine.
Hacer una película es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo, es prolongar los juegos de la infancia, construir un objeto que es a la vez un juguete inédito y un jarrón en el que colocaremos, como si fuera un ramo de flores, las ideas que tenemos actualmente o de forma permanente. Nuestra mejor película es quizá aquella en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine".
[...]
François Truffaut en "El hombre más afortunado del mundo"
(artículo originalmente publicado en Esquire, 1969).
© Acedo

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